domingo, 6 de noviembre de 2011

La celda de Rowen: el fin

Las cosas se iban poniendo cada vez más extrañas, y lo inverosímil tenía más cabida que lo racional. Cada paso adelante era un paso más hacia la locura, o al menos una locura; el saber que uno no existe, que no es más que una feliz idea de otro. Saber que tus recuerdos son los que otro quiso que tuvieras, tu presente una mísera elección y tu futuro el suyo.
Rowen no fue un chico feliz. Mediocre es la palabra que mejor le representa. Prácticamente le faltaban motivos por los que vivir; ni el más básico se podía encontrar en su triste vida.
Nunca conoció a Gabriel Wormwood, nunca fue editor de ningún periódico. Nunca tuvo un buen amigo con el que compartir las horas de trabajo y las horas de ocio. Nunca tuvo siquiera un amigo.
Así que tuvo que vivir con lo que tenía, con lo único que tenía: su imaginación. En su mundo privado era un famoso editor, un caballero, un buen soldado, un seminarista ejemplar, un esposo devoto, un buen padre. Pero también era un desviado, un mendigo, un torturador, un libidinoso, un drogadicto, un mal padre y peor pastor. Rowen era muchas cosas, así como ninguna. Rowen, como decía al principio, sólo fue una cosa: miserable.
Gabriel se enfadó mucho cuando se dio cuenta de la cruel situación. Gabriel no era un gran periodista ni un buen caballero. Gabriel ni siquiera era. Tenía tres salidas. Una de ellas era acabar de forma violenta con todo. Otra, desvanecerse como un recuerdo viejo. La última era estar al lado de Rowen en sus últimos momentos.
Nunca fue un hombre valiente, así que decidió desvanecerse, con la secreta esperanza de que todo fuera una macabra broma. Lo que quería, por encima de todo, era hacer daño a aquel triste personaje que le había dado todo y que, de repente, le quitaba todo.
Rowen no será recordado por nadie.Y Gabriel murió con él.
Triste.

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